Nada más despertar, se gira y lo descubre a su lado. Sabe que está despierto porque siente su mirada clavada en ella, como cada mañana. Se pregunta cuanto tiempo lleva allí, en silencio, apoyado en uno de sus brazos observándola dormir, pero no tiene caso preguntarle, él siempre contesta lo mismo.
No el suficiente, amor, nunca es suficiente.
Y Sofía lo entiende, lo entiende porque, a pesar de que Isaac no sabe nada, ella cada noche espera a que él se duerma para poder mirarle mientras la luna arranca destellos de su cabello. Son tan parecidos que a veces es difícil saber donde termina uno y donde empieza el otro.
Sofía se mueve, se acerca a él, esperando ese ansiado beso que la lleva hasta la luna para poder acurrucarse en él, apoyar la cabeza en su pecho y pasar así buena parte de la mañana. Como hacen todas las mañanas.
Isaac la recibe entre sus brazos, entre sus labios y casi entre su alma. La rodea con las piernas mientras arropa a ambos con la sábana que les estorbó hace unas horas cuando se regalaron amor y placer hasta quedar exhaustos. Sofía le abraza, entierra su cabeza en lo más profundo de él, puede escuchar sus latidos acompasados con los que ella misma siente en su pecho, parecen dos tambores que repiten incesantemente la misma melodía de amor.
Isaac mira por la ventana, el sol aún esta bajo, aún hay tiempo para una última vez, para una última ocasión de tocar el cielo en los brazos del otro. Desliza su mano por la cintura de Sofía y encierra un pecho en ella mientras le besa en el cuello. Sofía se retuerce un poco y pega más su cuerpo contra el de su amante, antes de cerrar los ojos y dejarse llevar por la pasión, mira por la ventana, como hace un segundo hizo él.
El sol aún no esta alto, aún hay tiempo para una última vez…
Y se mueve para acercarse a sus labios y besarle con ternura. Es un sinuoso camino de suaves mordiscos y susurros a media voz, de caricias entre las sabanas y roces torturadores, de gemidos contenidos y besos apasionados, de saliva en la piel del otro y palabras de amor dichas al unísono. Envueltos en un manto de sensaciones que no pueden expresar, llegan al éxtasis mientras enlazan sus manos y se miran como si en el mundo no existiese nada más que el otro.
Isaac se deja caer suavemente sobre el cuerpo de Sofía, sudando, respirando el mismo aire que ella expulsa, bebiendo vida de los labios del otro. Como si no quedara tiempo. Miran por la ventana, los dos a la vez, buscando ese sol que les maldice y les condena, ya lo pueden ver, iluminándoles, envolviéndoles en un calor traidor y doloroso. Isaac se levanta de la cama sin decir nada, se acerca a la ventana y corre las cortinas malhumorado, para luego volver junto a Sofía que le mira aferrada a las sábanas.
Hace frío.
Isaac se aproxima más a ella y la rodea con su cuerpo dándose cuenta de que es cierto, la piel de Sofía está helada, nada parecía advertir que hacía tan solo unos minutos había estado sentada sobre él mientras gotas de sudar resbalan por su piel mezcladas con la saliva. Isaac no entiende qué ocurre y se preocupa, intenta incorporarse para buscar una manta en un armario cuando el abrazo de Sofía le detiene.
No te vayas, quédate conmigo.
Vuelve a sentarse a su lado, abre las piernas y deja que Sofía se acurruque en él, la rodea con todo su cuerpo, casi parece que ambos formen parte de un mismo ser. Hunde la cabeza en su pelo, aspirando su aroma, deleitándose con la dulzura de las frutas que parecen salir de su mata cabello arremolinado. No dicen nada, ambos se quedan en silencio, inmóviles, como queriendo detener el tiempo en ese instante, pensando que si consiguen mantenerse en la misma posición y sin decir nada, el reloj detendrá esa cuenta atrás que parece grabarles cada segundo con una cicatriz en la piel.
Y de pronto lo siente, un sollozo, se remueve nervioso buscando la cara de Sofía, apartando el cabello en el que hace un segundo se entretenía, y allí lo encuentra, a él, a ese que siempre les acompaña. El dolor. Reflejado en los ojos de Sofía, en cada una de las lágrimas que corren poderosas sus mejillas arrancando con ellas la alegría del corazón de Isaac. La mira, aparta todo el cabello, le besa los ojos, le besa cada lágrima como siempre juró que haría, susurra su nombre a su oído.
Sofía…
Sofía…
Sofía…
Pero Sofía sigue incesante con ese mar de lágrimas que parece haberla desterrado de la vida. Isaac la abraza, intentando calentarla de nuevo, intentando que ese abrazo le traspase la piel y poder entrar dentro de ella, para arrancarle ese dolor que parece estar desgarrándola, pero nada la consuela. Sofía continúa con su llanto, solo lo interrumpe para repetir su nombre mientras se abraza con fuerza a él, clavando sus uñas en su espalda, como intentando que su piel desaparezca para poder fundirse con él.
Isaac…
Isaac…
Isaac…
No saben cuanto tiempo llevan así, susurrándose sus nombres, abrazados, desnudos, llorando en la piel del otro, ella a lágrima viva, él por dentro, dejando que su llanto silencioso se derrame en su interior para no lastimar más a Sofía, cuando un sonido les devuelve a la cruda realidad, a esa que es tan dolorosa que no saben como la van a poder soportar. Sofía se aleja de él, de pronto, sin mediar explicación, de un salto a la mesita de noche donde el despertador les recita la melodía de su separación. Lo agarra con fuerza y lo lanza contra una pared, gritando, gimiendo de dolor, mientras las lágrimas continúan descendiendo por su piel. De otro salto se abraza la cintura de Isaac e implora.
¡Quédate! ¡No te vayas! ¡No me dejes! ¡Me ahogo sin ti! ¡Te necesito!
Hace eso a lo que siempre se resistió, eso que se han prometido no decirse para no dañarse, pero ya le da igual, no le importa herirle, sabe que lo que pasan les duele igual. Isaac la mira, ahí tendida, aferrada a su cuerpo tan fuerte que casi no puede respirar.
¿O será porque sé que me tengo que alejar?
Un segundo y toda su fuerza se desvanece, no sabe como, ni porqué, solo que se odia por ser débil ante ella, por serlo cuando ella le necesita fuerte, pero no puede evitarlo. No si ella le implora que no se aleje cuando lo último que quiere hacer en el mundo es separarse de ella. Las lágrimas recorren ahora su rostro, se muerde los labios para no sollozar, para que Sofía no le escuche y le mire. Sabe que si le mira, si le ve llorar, si ve como el dolor le parte por la mitad por tener que alejarse de ella, no podrá hacerlo y…
Resulta loco y absurdo tener que separarse, pero tengo que irme.
No comprende aún cómo lo ha hecho, cómo ha conseguido que esas palabras salgan de sus labios, supone que las tiene grabadas en su cerebro y este las ha dicho de forma automática cuando más temeroso estaba. Sofía se estrecha con más fuerza a él, le mira, le grita.
¡NO! ¡No te dejaré marchar! ¡No puedo más! ¿No lo ves? Me muero sin ti.
Isaac se remueve de nuevo, aparta las manos de Sofía de su cuerpo sintiendo como si apartase su propio corazón, sus tripas, sus pulmones. Cada vez que separa una mano, Sofía aferra la otra con más fuerza. Isaac solloza, sin fuerzas, deseando no tener que partir, no quiere alejarse de ella, es como separarse de una parte de él, como desprenderse de lo que le da la vida, y es que es exactamente eso, es como si estuviese muriendo. Vuelve a apartar los brazos de Sofía mientras le susurra, ahogado en su dolor.
Sofía, por favor…
Y el abrazo de Sofía se detiene, Isaac aparta sus brazos y estos caen como muertos, como si de una muñeca de trapo se tratase. Siente como si su alma se desgarrase en dos. Es mejor verla luchando por tenerlo a su lado, intentando impedir un adiós que ambos saben que es inevitable, que derrotada. No soporta verla derrotada. Cuando Sofía caía en la derrota era casi imposible llenar ese vacío que es interponía entre ella y el resto del mundo. Ahora es Isaac el que, llorando e implorando, se aferra al cuerpo desnudo y frío de Sofía. Es él quien sostiene sus brazos alrededor de su cuerpo buscando el abrazo del que antes huía. Pero no hay abrazo, no hay fuerzas, no queda nada. Por no haber, parece que no hubiese ni Sofía. Mira en sus ojos, vacíos. Dos pozos oscuros sin brillo, sin alegría, sin llanto, sin risa… sin vida. Se siente como un ser indeseable, como una rata traidora, como si mereciese todos los males del mundo por hacerle tanto daño a Sofía. Mira el reloj de pulsera que tiene en la mesita. Faltan treinta minutos para que tenga que salir por esa puerta y no volver a ver a Sofía en meses. Cuando estén juntos otra vez, ella pasará las noches en vela mirándole y él hará como si no se diera cuenta de ese ritual que él mismo emprende cada mañana; luego, al pasar la semana, otra despedida. Otra vez los llantos, la ira, el dolor, el sufrimiento y la derrota de Sofía. Isaac se levanta, despacio, cansado, desalmado, camina por la habitación buscando las pocas cosas que quedan fuera de la maleta roja que reposa en un oscuro rincón, como si allí no doliese tanto. En pocos minutos escucha el claxon del taxi que le espera en la puerta. La mira casi por última vez: continúa tendida en la cama, con los ojos vacíos, derramando un llanto que parece no salir de ningún lugar. Se acerca despacio a ella, acaricia su rostro, limpia sus lágrimas, ordena su cabello, pasa su dedo por sus labios, delineándolos suavemente; sabe que ese gesto le encanta, normalmente siempre sonríe cuando lo hace, pero no ahora. La besa dejando escapar un gemido de dolor contenido.
Volveré pronto, te lo prometo. Te amo, Sofía…
Sabe que Sofía le ha escuchado, pero no le responderá. Ahora Sofía no existe, es solo un cúmulo de dolor que derrama lagrimas desnuda en una fría cama, intentando no morirse, intentando que el dolor que siente no sea tan profundo que no la deje volver a respirar. Isaac camina hacia la puerta, arrastrando su maleta, sus pies, su alma, y su vida. Suplicando a Dios que le deje verla sonreír antes de partir, abre la puerta despacio y se vuelve para mirarla: a través del pasillo ve la cama, y a Sofía ahí, tirada. Le suplica con la mirada; le pide una palabra, un susurro, un gesto, pero no hay nada. Suspira. El claxon vuelve a sonar. Sale por la puerta, derrotado, caminado por inercia más que por ganas. Cierra despacio, intentando cerrar con esa puerta eso que le hace tanto daño, que le invita a morir. Dentro, desde esa cama que les ha visto entregarse en cuerpo y alma, alguien dice unas palabras que él nunca escuchará.
Sé que volverás. Te amo, Isaac…